Mientras los ataques armados aumentan alarmantemente en Guatemala —alcanzando de 5 a 6 incidentes diarios, según reportes de organizaciones civiles y cuerpos de socorro—, el gobierno insiste en que existe una “coordinación efectiva” entre la Policía Nacional Civil (PNC) y el Ejército de Guatemala. Sin embargo, la percepción en las calles, y los números, dicen otra cosa.
El día de hoy durante La Ronda, al ser consultado sobre la creciente ola de violencia criminal, el Presidente de Guatemala Bernardo Arévalo, defendió su estrategia, señalando que hay un trabajo coordinado entre fuerzas de seguridad y el Ejército. Según sus declaraciones, muchos operativos de la PNC cuentan con el respaldo directo de elementos castrenses, como en los recientes operativos en El Gallito, el llamado «cinturón de fuego» en la frontera con México y los despliegues al sur de Petén.
Además, se resaltó el papel del Ejército en operaciones antinarcóticas, particularmente en alta mar, donde comandos especiales de la marina interceptan cargamentos de droga para luego entregar a estos narcotraficantes a la PNC en los puertos para su procesamiento. El gobierno presume esta estrategia como un ejemplo de coordinación efectiva.
Pero mientras se exponen estas cifras “positivas”, la realidad para los ciudadanos sigue siendo de incertidumbre, sangre y miedo.
Según datos recopilados por cuerpos de socorro y organizaciones de derechos civiles, en el país se están reportando entre 5 y 6 ataques armados por día, muchos de ellos con víctimas mortales. La mayoría quedan sin resolver, sin capturas y sin justicia. A pesar de la aparente militarización de las calles, la violencia no se detiene, y en algunos casos, pareciera agravarse.
Los operativos, si bien se anuncian en conferencias y boletines oficiales, rara vez van acompañados de resultados contundentes. Se capturan narcotraficantes, sí, pero los crímenes del día a día —extorsiones, sicariatos, desapariciones— siguen marcando la vida cotidiana de los guatemaltecos, especialmente en zonas rojas.
Esta participación abre un debate delicado: ¿estamos ante un refuerzo necesario o ante una señal de debilidad institucional de la PNC?
El problema no es solo operativo. Es también estructural y estratégico. El uso constante del Ejército en seguridad interna evidencia la incapacidad del Estado de fortalecer a sus fuerzas civiles y enviar un mensaje claro de autoridad y eficacia.
El gobierno insiste en hablar de «coordinación», pero la violencia sigue creciendo y el miedo en las calles también. Militarizar operativos no es sinónimo de solución, y la falta de transparencia en resultados concretos solo alimenta el escepticismo ciudadano.
La seguridad no se resuelve con uniformes camuflados ni con discursos técnicos, sino con una política clara, una PNC fuerte, justicia que funcione y voluntad real de enfrentar las causas profundas del crimen. Mientras tanto, la población sigue siendo víctima del fuego cruzado entre promesas y realidad.